Todos los veranos durante los últimos diez años, algunos amigos y yo hemos
navegado juntos por el mar Mediterráneo. En uno de esos viajes nos
pasó lo siguiente.
Navegábamos hacia Córcega y sabíamos que teníamos que cruzar la cola de una
tormenta en curso. Todo iba bien, incluso en la tormenta turbulenta,
hasta que uno de los tres se mareó y ya no pudo ayudar con el
trabajo. En ese momento, notamos que la tormenta había girado para
moverse en nuestra dirección y no podríamos evitarla. Todo cambió: se
volvió extremadamente difícil, pesado y gris, y nuestras actitudes
coincidieron con las condiciones.
Necesitábamos dirigir y controlar el barco y cuidar de nuestro compañero
enfermo al mismo tiempo. Necesitábamos lograr todo con solo dos de
nosotros haciendo el trabajo de tres.
En esos momentos, uno piensa: “¿Hice bien mi trabajo? ¿Consulté
correctamente los informes meteorológicos? ¿Fue realmente prudente
sacar el barco en tales condiciones? Y sobre todo me preguntaba:
“¿Quién me metió en este lío?”.
Pero en realidad, en este tipo de situaciones, no tenemos tiempo para
pensar. ¡Solo podemos actuar! ¡Solo hazlo! El miedo aparece
cuando empezamos a pensar en la situación en la que nos encontramos.
Sin embargo, aparecieron muchos pensamientos salvajes. Recordé que un
amigo me dijo una vez que si navego en un barco pero nunca experimento una
tormenta, entonces no he navegado lo suficiente. El vasto mar es
poderoso y nos pone a prueba. Es el momento de la verdad. En ese
momento, al mar no le interesa el aspecto cosmético del barco. Lo que
importa es la importancia de la construcción fuerte, de la tolerancia, de
poder afrontar los grandes retos del mar.